Respuestas del Papa a preguntas de niños

papa-y-ninosEn una audiencia a la Obra para la Infancia Misionera

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 1 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos las preguntas que presentaron este sábado niños de la Obra para la Infancia Misionera y las respuestas espontáneas de Benedicto XVI durante la audiencia que les concedió en el Aula Pablo VI.

* * *

–Me llamo Anna Filippone, tengo doce años, soy monaguilla, vengo de Calabria, de la diócesis de Oppido Mamertina-Palmi. Papa Benedicto, mi amigo Giovanni tiene un papá italiano y una madre ecuatoriana y es muy feliz. ¿Crees que diferentes culturas un día podrán vivir sin pelearse en el nombre de Jesús?

–Benedicto XVI: He sabido que queréis saber cómo nosotros, cuando éramos niños, nos ayudábamos recíprocamente. Tengo que decir que viví los años de la escuela primaria en un pequeño pueblo de 400 habitantes, muy alejado de los grandes centros. Por tanto, éramos algo ingenuos y, en ese pueblo, había, por una parte agricultores muy ricos y otros menos ricos pero acomodados, por otra pobres empleados, artesanos. Nuestra familia, poco antes de que comenzara la escuela primaria, había llegado a este pueblo procedente de otro, y por tanto éramos algo extranjeros para ellos, incluso el dialecto era diferente.

En esta escuela, por tanto, se reflejaban situaciones sociales muy diferentes. Sin embargo, se daba una hermosa comunión entre nosotros. Me enseñaron su dialecto, que yo todavía no conocía. Colaboramos bien, y tengo que decir que en alguna ocasión naturalmente también me peleé, pero después nos reconciliamos y olvidamos lo que había sucedido. Esto me parece importante. A veces, en la vida humana parece inevitable pelearse; pero lo importante es, de todos modos, el arte de reconciliarse, el perdón, volver a comenzar de nuevo y no dejar la amargura en el alma.

Con gratitud, recuerdo cómo colaborábamos todos: uno ayudaba al otro y seguíamos juntos nuestro camino. Todos éramos católicos, y esto era naturalmente una gran ayuda. Así aprendimos juntos a conocer la Biblia, empezando por la Creación hasta el sacrificio de Jesús en la Cruz, y llegando a los inicios de la Iglesia. Juntos aprendimos el catecismo, aprendimos a rezar juntos, nos prepararnos juntos para la primera confesión, para la primera comunión: aquel fue un día espléndido. Comprendimos que el mismo Jesús viene a nosotros y que no es un Dios lejano: entra en la propia vida, en la propia alma. Y, si el mismo Jesús entra en cada uno de nosotros, nosotros somos hermanos, hermanas, amigos, y por tanto tenemos que comportarnos como tales. Para nosotros esta preparación a la primera confesión, como purificación de nuestra conciencia, de nuestra vida, y después también la primera comunión, como encuentro concreto de Jesús, que viene a mí y a todos, fueron factores que contribuyeron a formar nuestra comunidad.

Nos ayudaron a avanzar juntos, a aprender juntos a reconciliarnos, cuando era necesario. Hicimos también pequeños espectáculos: es importante también colaborar, prestar atención el uno por el otro. Después, a ocho o nueve años me hice monaguillo. En aquel tiempo no había todavía monaguillas, pero las chicas leían mejor que nosotros. Por tanto, ellas leían las lecturas de la liturgia, nosotros éramos monaguillos. En aquel tiempo, todavía había muchos textos en latín que había que aprender, de este modo cada uno tuvo que realizar su parte de esfuerzo.

Como he dicho, no éramos santos: tuvimos nuestras peleas, pero de todos modos se daba una hermosa comunión, en la que las distinciones entre ricos y pobres, inteligentes y menos inteligentes no contaban. Contaba la comunión con Jesús en el camino de la fe común y de la responsabilidad común, en los juegos, en el trabajo común. Encontramos la capacidad para vivir juntos, para ser amigos, y a pesar de que desde 1937, es decir, desde hace más de setenta años, ya no he estado en ese pueblo, hemos permanecido amigos. Aprendimos a aceptarnos el uno al otro, a llevar el peso el uno del otro.

Esto me parece importante: a pesar de nuestras debilidades, nos aceptamos y con Jesucristo, con la Iglesia, encontramos juntos el camino de la paz y aprendemos a vivir bien.


–Me llamo Letizia y te quería hacer una pregunta. Querido Papa Benedicto XVI, ¿qué quería decir para ti, cuando eras pequeño, el lema: «Los niños ayudan a los niños»? ¿Habrías pensado que alguna vez llegarías a ser Papa?


–Benedicto XVI: A decir verdad, nunca hubiera pensado que sería Papa, pues, como ya he dicho, era un muchacho bastante ingenuo, en un pequeño pueblo muy alejado de las ciudades, en la provincia olvidada. Éramos felices de vivir en esa provincia y no pensábamos en otras cosas. Naturalmente conocimos, veneramos y amamos al Papa –era Pío XI–, pero para nosotros era una altura inalcanzable, casi otro mundo: era nuestro padre, pero de todos modos una realidad muy superior a nosotros. Y tengo que decir que todavía hoy me cuesta comprender cómo el Señor ha podido pensar en mí, destinarme a este ministerio. Pero lo acepto de sus manos, aunque es algo sorprendente y me parece que va mucho más allá de mis fuerzas. Pero el Señor me ayuda.


Querido Papa Benedicto. Soy Alessandro. Quería preguntarte: tú eres el primer misionero, nosotros, muchachos, ¿cómo podemos ayudarte a anunciar el Evangelio?


–Benedicto XVI: Diría que, una primera manera es ésta: colaborar con la Obra Pontificia de la Infancia Misionera. De este modo, formáis parte de una gran familia, que lleva el Evangelio al mundo. De este modo pertenecéis a una gran red. Vemos aquí cómo es representada la familia de los diferentes pueblos. Vosotros estáis en esta gran familia: cada uno pone su parte y juntos sois misioneros, promotores de la obra misionera de la Iglesia.

Tenéis un hermoso programa, indicado por vuestra portavoz: escuchar, rezar, conocer, compartir, ser solidarios. Estos son los elementos esenciales que constituyen realmente una forma de ser misionero, de hacer crecer a la Iglesia y la presencia del Evangelio en el mundo. Quisiera subrayar algunos de estos puntos.

Ante todo, rezar. La oración es una realidad: Dios nos escucha y, cuando rezamos, Dios entra en nuestra vida, se hace presente entre nosotros, actúa.

Rezar es algo muy importante, que puede cambiar el mundo, pues hace presente la fuerza de Dios. Y es importante ayudarse para rezar: rezamos juntos en la liturgia, rezamos juntos en la familia. Yo diría que es importante comenzar el día con una pequeña oración y acabar también el día con una pequeña oración: recordar a los padres en la oración. Rezar antes de la comida, antes de la cena, y con motivo de la celebración común del domingo.

Un domingo sin misa, la gran oración común de la Iglesia, no es un verdadero domingo: le falta el corazón del domingo, así como la luz para la semana. Podéis también ayudar a los demás, especialmente cuando quizá no se reza en casa, cuando no se conoce la oración, enseñándoles a rezar: al rezar con ellos se introduce a los demás en la comunión con Dios.


Luego hay que escuchar, es decir, aprender realmente lo que nos dice Jesús. Además, hay que conocer la Sagrada Escritura, la Biblia. En la historia de Jesús aprendemos -como ha dicho el cardenal–, el rostro de Dios, aprendemos cómo es Dios. Es importante conocer a Jesús profundamente, personalmente. De este modo, él entra en nuestra vida y, a través de nuestra vida, entra en el mundo.


También hay que compartir, no hay que querer las cosas sólo para uno mismo, sino para todos; dividir con los demás. Y si vemos que otro quizá tiene necesidad, que tiene menos cualidades, tenemos que ayudarle, y de este modo hacer presente el amor de Dios sin grandes palabras, en nuestro pequeño mundo personal, que forma parte del gran mundo. De este modo, juntos nos convertimos en una familia, en la que uno tiene respeto por el otro: soportar al otro en su alteridad, aceptar también a los antipáticos, no dejar que uno quede marginado, sino ayudarle a integrarse en la comunidad.


Todo esto quiere decir simplemente vivir en esta gran familia de la Iglesia, en esta gran familia misionera: vivir los puntos esenciales como compartir, el conocimiento de Jesús, la oración, la escucha recíproca y la solidaridad es una obra misionera, pues ayuda a que el Evangelio se convierta en realidad en nuestro mundo.


[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana

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