Motivos para rezar los salmos


 

 

1. Es como un niño que comienza a pronunciar con sentido las primeras palabras: papá, mama  Las ha pronunciado primero su madre, han descendido por su interior, hasta tropezar con un instinto que las estaba esperando, que casi las reconoce y las hace rebotar hacia fuera. En boca de la madre eran un agacharse enseñando; en boca del niño son una llamada, que distingue y une.

Se repite el movimiento con nuevas palabras, y sus conjugaciones; ya con frases que se desmontan y se recomponen. Ahora no basta el secreto instinto: el niño tiene que entrar en situación, escuchar en ella las palabras del padre, de los conocidos; así va aprendiendo la lengua de ellos.

¡Qué difícil entender al infante! (infante significa, precisamente, «sin habla»). ¿De qué se queja, dónde le duele, qué pide? ¿Qué significa su sonrisa, su llanto? Bienestar y malestar son datos demasiado genéricos y vagos, in­cluso para la madre. Pero cuando el niño aprende el lenguaje materno, puede darse a entender. Ya pue­de pedir y contar, puede preguntar mucho y contes­tar un poco, puede comunicar y comunicarse. Y cuan­do se queda solo, aprende a hablar consigo mismo, y su fantasía se hace a la mar del lenguaje descubierto.

«Como un padre educa a su hijo, así Dios educa a su pueblo» (Dt 8,5). Parte esencial de esta educación es enseñarle a hablar para entenderse con Dios. No le falta al hombre un como instinto que responde confusamente a Dios; con él llega a emitir quejas inarticuladas de infante. Dios mismo le enseña el lenguaje de entenderse con Dios: para que sepa que­jarse articuladamente, decir dónde le duele y qué ne­cesita, para que sepa razonar su sonrisa y gozo, para que pueda unirse a sus hermanos en canto al unísono, para que sepa, a solas ante Dios, derramar en pala­bras el desborde de su corazón.

Un día el hijo mayor ayudará a los siguientes en este aprendizaje de la lengua.

 

 

 

2. «Israel es mi hijo primogénito» (Ex 4,22)

 

Israel como pueblo escuchó la palabra de Dios, que hablaba por boca de profetas, y tuvo que aprender a contestar. Fue un aprendizaje lento, a lo largo de su vida: tuvo que pasar por variadas situaciones para aprender en ellas, de la mano de Dios, las palabras rectas con que quejarse o pedir o agradecer. Dios enseñó a Israel su lengua en vivo, no en abstracto: cuando reza Israel, las palabras le salen de dentro, no repite de memoria una lección. Por eso suena su respuesta con tanta vida.

Como la vida de Israel es su historia, poco a poco su respuesta a Dios fue recogiendo y embalsando las más variadas situaciones de su vida e historia. Algunas situaciones se repetían en el ámbito de la vida ciudadana o internacional, otras eran únicas; algunas abarcaban a toda la comunidad del pueblo, otras eran propias de individuos particulares.

 

Cuando Israel toma la palabra ante Dios, lo hace con dos actitudes fundamentales y otras complemen­tarias: alabanza o agradecimiento y petición o súplica son las dos primeras, que se acompañan de júbilo, dolor y confianza. Muy importante es la actitud penitencial del hombre que pide perdón a Dios. Es fre­cuente la actitud reflexiva que medita sobre la vida humana o la historia.

Cuando hablamos de Israel, nos referimos a expe­riencias comunitarias, no a sus formulaciones. Un número desconocido de escritores dieron voz y forma a la experiencia religiosa del pueblo y a su res­puesta frente a Dios. Todos adoptaron la forma poética, cada uno según su propia inspiración y ca­pacidad artesana: escribieron los versos, planearon la composición, crearon o variaron las imágenes. Los hubo prosaicos, armados de artesanía y buena volun­tad, los hubo imitadores de mediano talento; tam­bién los hubo originales y unos cuantos merecen un puesto en la literatura universal. Usaron un lengua­je poético, convencidos de que era el más apropiado para la oración. Escribieron una poesía rica en sím­bolos elementales, ceñida y escueta en la descripción, muy apasionada y nada sentimental, construida con claridad.

 

 

3. «Fueron escritos para nosotros, a quienes nos ha tocado vivir en la etapa definitiva» (1Cor 10,11)

 

Aunque no lo sabían, en el plan de Dios esta­ban viviendo y hablando para nosotros. Viviendo para darnos ejemplo y lección, pronunciando para prepararnos un lenguaje. Como si toda su vida e historia hubiera sido sacra representación: para ellos vida, dolor y gozo en carne viva; para nosotros re­presentación, presencia y revelación. Como si el repertorio de oraciones lo escribieran para la poste­ridad, pero ensayándolo en vivo, para que ni fuese ni sonase a falso.

Ahora nos toca a nosotros tomar esas palabras y hacer de ellas la expresión de nuestra existencia cris­tiana. Nuestro esfuerzo no ha de ser despojarnos de la conciencia de nuestro siglo ni menos de la expe­riencia cristiana; más bien será asimilar en nuestra vida las oraciones que otros escribieron para nos­otros. Para conseguirlo procuraremos escuchar al hombre que habla en los salmos, abriéndonos a sus sentimientos, hasta que sus palabras nos penetren y nos salgan desde dentro, como nuestras. Además nos fijaremos en los símbolos que pueblan estas ora­ciones y que crecen y expanden su capacidad de sen­tido: luz y tinieblas, sed y agua, tierra y camino, aromas y frescura, soledad y ausencia, morada y des­tierro… Todo formas concretas, pero no estrechas y cerradas. Tales símbolos pueden encontrar reso­nancia fácil y profunda en nuestra experiencia hu­mana y cristiana, y pueden así convertirse en el lenguaje de nuestra oración.

El Espíritu nos sugiere la primera invocación cristiana, que es llamar a Dios «Abba = Padre». Nos lo dice san Pablo y añade que «nosotros no sabemos expresar lo que deberíamos pedir, pero el Espíritu en persona intercede a través de nuestros quejidos inarticulados» (Rom 8,26). Después el Espíritu nos va enseñando a articular nuestra oración, poniendo en nuestras manos y bocas las oraciones inspiradas de la Escritura. En ese momento empezamos a ser ado­lescentes y hemos de colaborar con el Espíritu, apren­diendo con nuestro esfuerzo su lenguaje. No pense­mos que a la primera todos los salmos se nos some­terán y los sentiremos como propios, tampoco pen­semos que todos los salmos son para todos en cual­quier circunstancia. El libro de los Salmos es un re­pertorio y como tal se ha de usar: por una parte, con fidelidad, para no desterrar de nuestra espiritualidad componentes esenciales (por ejemplo, la alabanza, la sed de justicia, el respeto sobrecogido); por otra, con libertad, para reconocer el momento de nuestra vida, de nuestra comunidad, del ciclo litúrgico en la Iglesia.

Tampoco tengamos miedo de cambiar y adaptar en privado; demos tiempo a estas palabras para que resuenen y se dilaten. Y un día, aprendido su len­guaje, quizá seamos capaces de componer otras ora­ciones a su semejanza.

El libro de los Salmos es como un árbol, que plan­tado junto a la corriente da fruto en su sazón. La corriente es el río de la vida y el río de la historia. De vida humana y de historia humana chupa el árbol su savia. El río que pasa tendido se encarama hasta ser ternura en las hojas y zumo en la pulpa. Árbol arraigado en tierra: barro de los hombres que muer­tos han dado vida a este árbol milagroso, «no se marchitan sus hojas». «Da fruto en su sazón»: un fruto para las cuatro estaciones de la vida -tierna primavera, fogoso verano, henchido otoño, deshoja­do invierno-; frutos para los cuatro sabores de la vida, con sus mezclas y variedades. El que coma de este árbol vivirá.                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

Este texto lo escribió el P. Alonso Schökel (1920-1998) -principal traductor de los textos bíblicos de la liturgia en español- como introducción a un precioso librito hoy casi inhallable, de Ediciones Cristiandad: «Salmos y cánticos del breviario» (1981).

P. Luis Alonso Schokel. 21-julio-2009. www.eltestigofiel.org

 


 

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